Parir naturalmente no debe ser una opción, es la opción

¿Qué valor tiene realmente el parto natural? ¿Por qué sufrir cuando es posible tener un hijo sin riesgos y complicaciones?

 Hace casi un mes parí a mi segundo bebé de la manera más natural posible, pero no sin complicaciones. La realidad es que sorteamos casi de todo, cualquier cantidad de obstáculos para lograr un parto psicoprofiláctico que resultó ser una de las experiencias más increíbles, devastadoras y transformadoras de mi vida. Y hoy, aún a pesar del dolor y de saber que no deseo embarazarme de nuevo, sé que si tuviera que parir otra vez definitivamente sería así.  Y lo digo con convencimiento total: mi primer parto fue una cesárea, así que habiendo estado en los dos lados puedo decir que el dolor tiene valor, uno tan inexplicable y tan profundo que me cuesta trabajo ponerlo en palabras, pero trataré.

Una larga aventura para conocer a mi hijo

Como ya relaté en algún momento, comencé a tener pródromos desde la semana 36 en este embarazo. Cada viernes por la noche daba inicio una fiesta que por desgracia no terminaba con mi bebé en brazos. El dolor nunca fue intenso, yo seguía envalentonada. Sin embargo, todo cambió a partir de la semana 40, cuando por recomendación de mi doula, Cora, decidí acercarme a la medicina homeopática y tratar de hacer algo para “animar al bebé” a nacer. Tomé el medicamento un jueves, para el domingo yo ya sentía un cambio.

Mi parto comenzó oficialmente el lunes por la noche, cuando las contracciones se volvieron cada vez más intensas y las llamadas a mi doula y a mi ginecólogo fueron más constantes. Pero, ¡oh, sorpresa! Aunque para el miércoles en la madrugado yo sentía que ya estaba lista para parir, y de hecho ya había hecho mi primera visita al hospital -para ser regresada a mi casa hasta que todo avanzara más-, la realidad era que mi parto todavía estaba por comenzar porque la cabeza de mi bebé no se había encajado.

Fue Cora quien me comunicó que incluso con las contracciones presentes, el parto no había iniciado, y cuando lo hizo decidí que no pelearía más, que dejaría que todo avanzara como tuviera que hacerlo, pero no sin hacer un último esfuerzo de mi parte. Así que me metí a bañar. Ya para entonces las contracciones me tenían agobiada, me costaba trabajo concentrarme. Calculo haber estado de 30 a 40 minutos dentro de la regadera con el agua lo más caliente que pude aguantarla. Hablé con mi bebito, le pedí que me ayudara, que hiciera todo lo posible por nacer porque yo ya estaba lista para recibirlo e, instintivamente, cada vez que sentía una contracción, movía la cadera formando ochos.

Cuando salí del baño y después de gastar toda el agua a la que tenía derecho durante un mes en una sola noche -a partir entonces empecé a bañarme con 2 cubetas de agua y “a jicarazos” para compensarlo-, sentí que verdaderamente algo había cambiado, así que llamé a Cora y esta vez, con la voz algo cortada y con contracciones mientras hablaba con ella, le relaté cómo me sentía y su recomendación fue que llamara al doctor, pues seguramente era momento de partir al hospital.

Partimos por segunda vez al hospital a eso de las 10 de la mañana del miércoles 10 de octubre. El trayecto fue un tormento total, cada bache encajaba más lo que yo sentía como un puñal abriéndome la carne -imaginen el tormento en una ciudad como la CDMX en temporada de lluvias-. No sabía si gritar, pedir ayuda, morderme o llamar al doctor para pedirle que preparara el quirófano y tuviera lista la anestesia. No me sentía capaz de seguir, estaba rendida.

En el hospital, ni mi doula, ni mi doctor, ni el pediatra -mi dream team-, estaban disponibles -parece que octubre es un mes de muchos nacimientos, al menos este año-. Me recibió el médico de guardia, que me tendió en una camilla para comprobar mi dilatación y conectarme a un doppler fetal para medir mis contracciones y el ritmo cardiaco de mi bebé.

Durante el tiempo que estuve ahí conectada sentí que las contracciones cambiaron, dejaron de ser tan intensas como habían sido y ahí fue cuando comprobé por qué tantos partos que comienzan bien terminan en cesárea: simplemente no entiendo cómo alguien puede parir acostada, cuando el dolor no se puede manejar y la posición provoca además que el ritmo de las contracciones disminuya.

Después de un ratito de estar conectada llegó por fin Astrid, en reemplazo de Cora. Desde el momento en que pisó la sala de LPR todo cambió. El sentimiento de derrota que tenía, con el que llegué al hospital, se transformó por completo. Ni siquiera me dio tiempo de pensar en nada. Astrid se abocó a ayudarme con el dolor y poco a poco recobré el ritmo de las contracciones.

Luego de estar otro rato en el baño con el chorro del agua en la espalda, pasé de nuevo a la sala, me afiancé a una de las agarraderas de la tina de parto, y parada, con las piernas abiertas -por consejo de Astrid- seguí moviéndome de un lado al otro cada vez que una contracción llegaba, tratando de ayudar con mi respiración.

Para las 2 de la tarde llegaron por fin mi doctor y su asistente. En ese momento yo ya tenía la dilatación adecuada para parir, pero aún no había roto membranas, así que el doctor decidió hacerlo para comprobar además que había meconio en el líquido, por lo que era necesario que el parto ocurriera cuanto antes.

Tras unos cuantos pujos en la silla maya, pasé a la cama de parto. Ya no hubo oportunidad de parir en agua, pero aún así había chance de un parto psicoprofiláctico, así que con ayuda del doctor y su asistente empezó la última fase.

Mi marido dio inicio al playlist preparado para esa ocasión, que contenía música significativa para cada miembro de la familia. Escuchamos las primeras 5 canciones con los pujos. Yo no podía creer que de verdad estuviera pariendo. Varias fueron las veces en que mencioné que no lo creía y todos me animaban para lograr mi meta. El ambiente festivo fue maravilloso. Mi vergüenza pasó a segundo término junto con mi sentido de la dignidad. Sólo quería que todo acabara pronto, que por fin pudiera escuchar y ver a mi bebé. Cuando empezó a sonar A forest de The Cure, mi hijo nació. Yo estaba desgarrada…

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La gran diferencia que hace parir con dolor

Sentir a mi hijo encima de mí, inmediatamente al nacer fue impresionante. Ese contacto entre su piel viscosa y la mía fue abrasador. Algo que definitivamente no se siente con una cesárea aunque te lleven al bebé cuanto antes. No es lo mismo que te den a un bebito envuelto a que te den uno desnudo y mojado todavía, que lo sequen y lo atiendan sobre tu cuerpo recién parido a que lo atiendan lejos de tus brazos y después tú te vayas a los brazos de Morfeo para que los doctores hagan su trabajo.

Por otro lado, la mezcla de hormonas y el trabajo de parto logran que uno viva un trance fuera de serie. Para mí, comparado con la sensación del peyote o la ayahuasca, así de potente.

Y no, no todo es placentero, pero es tremendamente aleccionador. Aprendes de cada cosa que vives, comprendes el potencial de tu voluntad para lograr lo que sea y lo más impresionante: entiendes que tú controlas tu cuerpo y que el dolor no es tan terrible como nos han contado aun cuando sea insoportable.

El dolor es incomprendido, nos aterra. Lo evitamos a toda costa, casi de manera instintiva, pero también de forma sistematizada a través de medicamentos y procedimientos que nos aseguren no sentir. El peligro: no se ha creado una anestesia que nos permita evitar el dolor pero que no adormezca al mismo tiempo nuestra capacidad de percibir la belleza. Vemos al dolor como lo peor que nos puede pasar, como una tragedia. ¿Es realmente así? Y si es así, ¿cuál es su propósito?, ¿para qué lo creó la naturaleza?

En mi círculo cercano son pocas las personas que comparten conmigo la buena opinión del parto. La realidad es que las más de las veces, cuando hablaba acerca de cómo quería parir, la mayor parte de la gente me veía como una hippie loca que sólo hace cosas por llamar la atención o algo así. No entendían de dónde nacía ese afán de complicarme la vida cuando podía tener fácilmente una cesárea o algo de anestesia y ya, parir sin dolor y con la menor cantidad de molestias posibles.

Pero también hay otra parte, la gente piensa que un parto natural es un riesgo, ¡no podían entender cómo era capaz de jugármela así cuando de mi hijo se trataba! ¿Será que la gente no se ha enterado aún de que una cesárea es una cirugía y que una cirugía siempre es un riesgo?

Escuché de todo, no miento, cosas como que las mujeres ya no podemos parir porque la alimentación nos ha cambiado, que si el bebé estaba sufriendo demasiado cuanto más pasaba dentro de mí y había que sacarlo a como diera lugar, etc.

Hoy me doy cuenta de cuánto miedo hay alrededor del parto y cuán mal vemos al dolor; me doy cuenta de cómo se nos ha hecho creer incluso que no estamos capacitadas para parir por nuestra cuenta y que un procedimiento que debía realizarse en caso de “emergencia”, se ha convertido, por pura conveniencia, en una práctica común.

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¿Por qué buscar un parto natural?

En mi caso, siempre quise vivir la experiencia, conectarme con mi hijo de la forma más especial posible y se me antojó desde el principio que un parto sin anestesia no sólo sería una experiencia de conexión digna, sino también un suceso importantísimo, una aventura que tenía que vivir. Hoy confieso que durante los momentos más duros de las contracciones, y durante el alumbramiento mismo, llegué a arrepentirme de mi atrevimiento, a desear que el doctor hiciera algo para aliviar ese espantoso dolor que parecía que iba a acabar conmigo. No exagero, hubo momentos en que de verdad sentí que se me iba la vida, o por lo menos las fuerzas.

Mi mamá parió “casi sin dolor”. Una y otra vez me ha repetido lo sencillo que le fue parirme a mí y a mis hermanos, así que yo pensé que en mi caso sería lo mismo. Como dije, mi primera hija nació por cesárea, así que sólo tuve oportunidad de sentir un par de pródromos y nada más antes de la cirugía. Nunca imaginé el grado de dolor que sentiría.

Sí me sentencié: a cruzar una puerta terrible para darme cuenta de lo capacitada que estoy para cualquier cosa que me proponga; para entender que mis hijos, mi marido y yo estamos conectados de una manera tan profunda que incluso podemos y debemos trabajar juntos. Me sentencié a entender que todo depende de una decisión y que una vez que tomamos ésta, lo demás se acomoda.

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Poder decidir cómo queremos parir

Si bien mi marido y yo tomamos la decisión de parir naturalmente, la realidad es que en nuestro caso varios fueron los factores en contra y que con un doctor “normal” habrían terminado en cesárea. En primer lugar, la cesárea previa que, sin ser un impedimento, sí representó un factor de preocupación. Es verdad lo que dijo mi doctor, una vez que una liga se ha “roto” ya no hay manera de pegarla, se pueden usar ciertas cosas para mantenerla unida, pero la liga no volverá a ser la misma, así que había que cuidarla.

Además de la cesárea previa, por ahí de la semana 36 me encontraron portadora de Estreptococo B, una bacteria que puso en riesgo la salud de mi bebé y que derivó en la necesidad de canalizarme durante el parto para poder suministrarme antibióticos. A pesar de ello, el parto pudo darse de la manera más natural posible.

La última razón que puso en riesgo mi parto natural fue el tiempo. Mi hijo y yo rebasamos las 40 semanas de embarazo y aunque no hubo necesidad de una cesárea o de una inducción, estuvimos a punto de ello. Al final, creo que la medicina homeopática ayudó mucho, pero también la firme decisión de agotar hasta la última posibilidad y darles al bebé y a mi cuerpo el tiempo necesario para que las cosas sucedieran.

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Reivindicar el valor de parir

Titulé este post quitándole el carácter de “opción” al parto natural. Lo hago porque después de lo que viví, me parece que hacerlo no debería ser una opción, sino “la opción”, la forma de dar a luz y llegar al mundo. Todo lo demás debería ser visto como salidas emergentes, cosas que se hacen en el caso muy extremo de que parir naturalmente no sea posible.

Agotar hasta la última opción para que sea factible tener un parto hace que veamos las cosas de una manera muy diferente. No, nadie está incapacitado para dar a luz hasta que da o no a luz. A menos que un verdadero diagnóstico médico comprobable y no sujeto a valoración subjetiva así lo compruebe, pero esa no debería ser una decisión única del médico.

Lo que quiero decir es muy simple: hay que hacer hasta lo imposible por parir naturalmente, porque vale la pena.

Finalmente, creo que parir es un acto comunitario. Se necesita un soporte enorme detrás para poder traer al mundo a un hijo. Sí, la pareja es importante, la familia…, pero también aquellos en quienes depositamos nuestra confianza para guiarnos y atendernos. Es vital tener el equipo adecuado, poder confiar en ellos porque literalmente estamos depositando nuestra vida y nuestra salud emocional y física en sus manos.

Para mí tener un doctor que valore el parto ha sido vital. Eduardo y Cinthya, mis médicos, forman una dupla increíble cuando de atender se trata. Su capacidad para informar y respetar al paciente, para guiarlo y darle opciones es maravillosa y nunca dejaré de estar agradecida por haberlos encontrado.

¿Y qué sería de un parto natural sin un pediatra natural y respetuoso? Nosotros encontramos al nuestro en Mario, quien también recibió a mi hija y quien ha sido nuestro más importante soporte para la crianza saludable de nuestros hijos. En su ausencia, Vero, su alumna, supo acompañarnos del modo más bello y profesional posible.

Mención especial tienen para mí Cora y Astrid. Cora porque me guió paso a paso para encontrarme con mi destino; porque gracias a ella y a Astrid logré tener por fin mi parto soñado. Astrid porque llegó en el momento preciso a darme la fuerza que me hacía falta. ¡Gracias!

Creo especialmente que se necesita revalorar el papel de una doula como acompañante, como guía, porque es verdaderamente esencial para una mujer que alguien le enseñe, la empodere y esté ahí para darle soporte durante las horas más complicadas y maravillosas. Una doula puede hacer una gran diferencia entre lograr un parto y no hacerlo. Estoy convencida.

Por último, quiero agradecer a mi marido. También es su chamba, también es su camino. Lo recorrimos juntos, es verdad. Pero si no fuera el hombre valiente que es, el hombre amoroso e increíblemente tolerante que es, yo no habría podido.

Lo digo con toda honestidad: eres mi contraparte, A. Sin ti no habría podido. Te amo.

 

 

 

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